//El gato que se comió a la luna
Él no sabía porque el gato la observaba, ni porque él lo miraba mirarla. Era como invocar al diablo, como si se le fueran las entrañas y aterrizaran al pie del árbol donde las roerían siete generaciones de ratas y cuervos.
Era decir los nueve nombres frente a un espejo a las doce de la noche.
Y tanto miró el gato al conejo que descendió del cielo hipnotizado por sus ojos flotantes y lo hizo con toda su prole: setecientos conejos blancos, todos pelo y todos patas.
Entonces el gato bajó del árbol en un terremoto de hojas y tocó el suelo al tiempo que el primero de los conejos lo hizo y éste no tuvo tiempo de respirar, pues el gato lo tenía entre su jauría de bigotes y, sin gemido, pronto no era más que pelambre destrozado por espejos.
Miró como el gato engulló setecientos conejos, uno tras otro, y las pelusas hechas escarcha flotaron a la deriva del viento que venía de las estrellas.
Notó que de noche la sangre brilla como luna.
Vio al gato perseguir la luna entre los árboles y no los vio regresar, ni al gato ni al conejo.
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