//Fuego
Necesita un nombre nuevo, pero por lo pronto, éste es el único que tiene
Se pregunta si hubo un tiempo en el que no tuvo que pensar en el fuego y en cómo se vería su habitación si ardiera con él dentro, pero no le interesa tanto la respuesta. Le interesa más saber si puede hacerlo, como la vez que prendió el baldío con el encendedor robado, o cuando incendió su cama y su mamá tuvo que tumbar la puerta con un hacha. Se pregunta si su mamá está despierta o si se despertará cuando mueva el respaldo de la cama para sacar el encendedor del contacto cancelado; pero no le importa demasiado, sólo lo suficiente para lanzar miradas nerviosas al marco vacío de su puerta y por un momento desea que su mamá hubiera querido remplazarla después de todo este tiempo.
Piensa que todo es culpa de esa reportera de la televisión. Si se hubiera callado como él quería no hubiera tenido que lanzarle el control y todavía funcionaría la tele, si sólo la reportera lo hubiera dejado escuchar el rugido del fuego a sus espaldas, tan alto y brillante que tenía su propio viento. Él sólo había querido escucharlo. Piensa que no es su culpa, que nada de esto lo es, pero sólo puede prender su encendedor una vez más y quiere que sea especial. Sabe que no podrá conseguir otro porque su mamá no lo deja salir a la calle, así que tiene que ser ahora y lo sabe. De cualquier manera le tiembla un poco la mano cuando la mete al contacto y siente el plástico del encendedor; quiere pensar que es la emoción, pero está seguro de que es miedo. Miedo por que tal vez esto no funciona y qué va a hacer si es así.
Más que cualquier otra cosa quiere saber cómo se verá su habitación mientras arde con el dentro. Siempre ha pensado que lo haría con gasolina, pero no tiene más que ese encendedor y sólo va a prender una vez más. Siempre ha querido que su humo fuera negro, y ahora no sabe de qué color será, pero sabe que no importa, porque de cualquier manera lo amará.
Ahora observa el encendedor en su mano y lo ve con algo cercano al amor, pero que no lo es. Lo observa, pero no se decide a encenderlo, aunque ya tiene el alcohol regado sobre su cama y cerradas todas las ventanas. También cerraría la puerta pero no tiene, y también regaría alcohol sobre el resto de la casa pero tiene miedo de que su madre se despierte.
No se decide, y nunca lo hace. Es un impulso esclavizante, o quizá necesidad desesperada lo que lleva a su mano a hacer los movimientos mecánicamente, sin tiempo de arrepentirse o de sentir miedo, porque él ya está ardiendo y está ardiendo la cama.
Se alza el fuego con lamidas lacerantes. Le arrancan la piel con violencia que se atraganta de dolor, y nunca ha sentido tanto placer. Es el tipo de placer que sólo viene de la ausencia de miedo, de la completa quietud del alma, más cercana a la indiferencia que a la felicidad, más cercana a la venganza consumada que a la paz.
Ahora observa el fuego devorar la cama, devorar el piso. Se chorrea por los rincones, lamiendo, besando. Pasa su lengua sobre la madera y se reproduce espontáneamente. Él lo ve todo tras ojos velados de lágrimas que le arrancó el humo, negro. Negro como él quería que fuera. Lo saborea y le sabe a piel. Lo roza con las yemas de los dedos y se vuelve un castillo destrozado. Lo roza de nuevo pero no puede ver. No puede ver qué pasa.
Una sonrisa corrupta le besa los labios, y el humo se vuelve denso como tinta. El fuego se la arrebata.
A su madre no le llega el olor a humo ni al de carne derretida, sólo el olor más penetrante, aquel que ella odia más en el mundo (por eso se lo había dejado largo, sólo para este momento), el de cabello quemado, es el que navega (derecho, como si supiera) hasta la habitación de la madre. Se despierta con un sobresalto que le fulmina los sentidos con un dolor de cabeza y el olor le satura la visión. Suspira, pero no se levanta. Sabe qué pasa porque siempre ha pensado que pasaría, siempre ha esperado que pase. Ahora está cansada de esperarlo y siente alivio porque en adelante será libre de pensar en algo más. Toma el teléfono, tosiendo, y llama a emergencias: un incendio, en mi casay lo dice con tanta tranquilidad que la operadora llega a pensar que es mentira.Pero es una tranquilidad falsa, saturada de cansancio.
Se sienta en la cama a esperar los gritos de su hijo, a esperar un último instante de arrepentimiento. Pero nunca llega. Nunca llega el último instante de entrega o consideración. Él no piensa que tal vez su madre quiere escucharlo para saber si realmente ha muerto, para no tener que ver cómo muere. El humo se le mete en los ojos y queman. No puede respirar, pero no se mueve hasta que puede escuchar la sirena. Se levanta porque no quiere que tiren la puerta con un hacha y cuando les abre les sonríe y dice por aquí, por favor, despacio, y los bomberos se detienen un instante. El viento les trae cenizas y ellos las respiran. Saben a carne.
Cuando le devuelven el cuerpo ella no llora, pero él no la deja mirar hacia otro lado (puede sentir su mirada desde sus cuencas vacías, su rencor desde el centro de su corazón carbonizado) y siente que se ahoga. Pero no se ahoga en realidad y ahora puede vivir sin esperar que él muera. Ahora no tiene nada que esperar y se siente inútil, se siente libre pero no quiere serlo. Se pregunta si esa libertad no fue su última venganza. Sus placas dentales parecen sonreírle, está segura que le sonríen, y no sabe a quien echarle la culpa. A él, quizá, o tal vez a la reportera. Pero tal vez, también, a ella misma por haber esperado este momento tan pacientemente.
Se pregunta si hubo un tiempo en el que no tuvo que pensar en el fuego y en cómo se vería su habitación si ardiera con él dentro, pero no le interesa tanto la respuesta. Le interesa más saber si puede hacerlo, como la vez que prendió el baldío con el encendedor robado, o cuando incendió su cama y su mamá tuvo que tumbar la puerta con un hacha. Se pregunta si su mamá está despierta o si se despertará cuando mueva el respaldo de la cama para sacar el encendedor del contacto cancelado; pero no le importa demasiado, sólo lo suficiente para lanzar miradas nerviosas al marco vacío de su puerta y por un momento desea que su mamá hubiera querido remplazarla después de todo este tiempo.
Piensa que todo es culpa de esa reportera de la televisión. Si se hubiera callado como él quería no hubiera tenido que lanzarle el control y todavía funcionaría la tele, si sólo la reportera lo hubiera dejado escuchar el rugido del fuego a sus espaldas, tan alto y brillante que tenía su propio viento. Él sólo había querido escucharlo. Piensa que no es su culpa, que nada de esto lo es, pero sólo puede prender su encendedor una vez más y quiere que sea especial. Sabe que no podrá conseguir otro porque su mamá no lo deja salir a la calle, así que tiene que ser ahora y lo sabe. De cualquier manera le tiembla un poco la mano cuando la mete al contacto y siente el plástico del encendedor; quiere pensar que es la emoción, pero está seguro de que es miedo. Miedo por que tal vez esto no funciona y qué va a hacer si es así.
Más que cualquier otra cosa quiere saber cómo se verá su habitación mientras arde con el dentro. Siempre ha pensado que lo haría con gasolina, pero no tiene más que ese encendedor y sólo va a prender una vez más. Siempre ha querido que su humo fuera negro, y ahora no sabe de qué color será, pero sabe que no importa, porque de cualquier manera lo amará.
Ahora observa el encendedor en su mano y lo ve con algo cercano al amor, pero que no lo es. Lo observa, pero no se decide a encenderlo, aunque ya tiene el alcohol regado sobre su cama y cerradas todas las ventanas. También cerraría la puerta pero no tiene, y también regaría alcohol sobre el resto de la casa pero tiene miedo de que su madre se despierte.
No se decide, y nunca lo hace. Es un impulso esclavizante, o quizá necesidad desesperada lo que lleva a su mano a hacer los movimientos mecánicamente, sin tiempo de arrepentirse o de sentir miedo, porque él ya está ardiendo y está ardiendo la cama.
Se alza el fuego con lamidas lacerantes. Le arrancan la piel con violencia que se atraganta de dolor, y nunca ha sentido tanto placer. Es el tipo de placer que sólo viene de la ausencia de miedo, de la completa quietud del alma, más cercana a la indiferencia que a la felicidad, más cercana a la venganza consumada que a la paz.
Ahora observa el fuego devorar la cama, devorar el piso. Se chorrea por los rincones, lamiendo, besando. Pasa su lengua sobre la madera y se reproduce espontáneamente. Él lo ve todo tras ojos velados de lágrimas que le arrancó el humo, negro. Negro como él quería que fuera. Lo saborea y le sabe a piel. Lo roza con las yemas de los dedos y se vuelve un castillo destrozado. Lo roza de nuevo pero no puede ver. No puede ver qué pasa.
Una sonrisa corrupta le besa los labios, y el humo se vuelve denso como tinta. El fuego se la arrebata.
A su madre no le llega el olor a humo ni al de carne derretida, sólo el olor más penetrante, aquel que ella odia más en el mundo (por eso se lo había dejado largo, sólo para este momento), el de cabello quemado, es el que navega (derecho, como si supiera) hasta la habitación de la madre. Se despierta con un sobresalto que le fulmina los sentidos con un dolor de cabeza y el olor le satura la visión. Suspira, pero no se levanta. Sabe qué pasa porque siempre ha pensado que pasaría, siempre ha esperado que pase. Ahora está cansada de esperarlo y siente alivio porque en adelante será libre de pensar en algo más. Toma el teléfono, tosiendo, y llama a emergencias: un incendio, en mi casay lo dice con tanta tranquilidad que la operadora llega a pensar que es mentira.Pero es una tranquilidad falsa, saturada de cansancio.
Se sienta en la cama a esperar los gritos de su hijo, a esperar un último instante de arrepentimiento. Pero nunca llega. Nunca llega el último instante de entrega o consideración. Él no piensa que tal vez su madre quiere escucharlo para saber si realmente ha muerto, para no tener que ver cómo muere. El humo se le mete en los ojos y queman. No puede respirar, pero no se mueve hasta que puede escuchar la sirena. Se levanta porque no quiere que tiren la puerta con un hacha y cuando les abre les sonríe y dice por aquí, por favor, despacio, y los bomberos se detienen un instante. El viento les trae cenizas y ellos las respiran. Saben a carne.
Cuando le devuelven el cuerpo ella no llora, pero él no la deja mirar hacia otro lado (puede sentir su mirada desde sus cuencas vacías, su rencor desde el centro de su corazón carbonizado) y siente que se ahoga. Pero no se ahoga en realidad y ahora puede vivir sin esperar que él muera. Ahora no tiene nada que esperar y se siente inútil, se siente libre pero no quiere serlo. Se pregunta si esa libertad no fue su última venganza. Sus placas dentales parecen sonreírle, está segura que le sonríen, y no sabe a quien echarle la culpa. A él, quizá, o tal vez a la reportera. Pero tal vez, también, a ella misma por haber esperado este momento tan pacientemente.
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1 Comments:
hola soy nathan esta muy chido:D(Y)
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